La taberna sin  nombre

Dagmar entró en la taberna, un pequeño puesto fronterizo. Si aquel lugar tuvo un nombre, fue hace mucho tiempo pues el deslucido y ajado letrero era ya ilegible. El interior estaba igual de añoso y desvencijado, tanto como sus clientes, hoscas y taciturnas almas torturadas. No eran tan distintos a él, mejor. Así se sentiría como en casa. Su armadura de cuero estaba empapada y dejó un pequeño charco en el suelo de madera. En el exterior la tormenta se recrudeció, el aguacero golpeaba las cristaleras como un látigo, en ráfagas rítmicas. En algún lugar, una incesante gotera martilleaba el cargado ambiente.

Dagmar se acercó a una mesa apartada, la espada de su cinto tintineó al compás de las goteras. Varios ojos siguieron sus pasos. Tomó asiento y pidió un keybas, ahora lo único que quería era olvidar, y el fuerte licor le ayudaría. Apuró la copa, de un trago. El calor etílico le calmó un poco. Perfecto, aquella noche dejaría que la embriaguez hiciera el resto del trabajo, ya tendría tiempo de odiarse por la mañana.

De súbito, la puerta se abrió dando un violento bandazo que casi la saca de sus goznes. Perfilados por las luces intermitentes de la tormenta, tres figuras armadas irrumpieron. Vestían armaduras y tabardos color rojo y negro. Aunque había muchos forajidos allí, Dagmar supo al instante que venían por él. Y así fue, los soldados se plantaron frente a él.

—Te espera la horca, traidor —dijo uno de ellos con desprecio.

—Tenía que intentarlo —repuso Dagmar mientras deslizaba lentamente su mano sobre la empuñadura de la espada.

En su fuero interno siempre supo que su escapada no duraría mucho, que no le llevaría demasiado lejos. Pero si querían su vida, no les saldría barata.