El Río de las Almas

Ichiro se acercó al manantial y bebió un poco, jamás había saciado su sed con un agua tan pura.

<<Así que aquí nace el llamado Río de las Almas>>, rumió para sí.

Según las leyendas recibía este nombre debido a que el lugar fue escenarío de infinidad de duelos entre haegís, y muchos habían perdido la vida en sus orillas. Se decía que era posible enfrentarse a aquellas almas perdidas si un guerrero buscaba la perfección.

—Perfección. —Ichiro paladeó la palabra.

Estaba dispuesto ha convertirse en el mejor espadachín que jamás hubieran visto las tierras de los Reinos Orientales. ESA era su única meta.

Contempló el paisaje a su alrededor, el río, ahora apenas un simple hilo de agua, serpenteaba entre árboles y matorrales perdiéndose entre pequeñas colinas y dirigiéndose hacia un profundo y verdoso valle que se divisaba más a lo lejos. Decidió seguir el curso, pero apenas hubo andado dos pasos un hombre apareció de entre los arboles más cercanos. Ichiro se detuvo de inmediato y observó con sospecha al extraño que se cruzaba en su camino. Vestía un kimono negro sin ningún distintivo que le asociara a un señor feudal o a un clan. Llevaba un ancho sombrero cónico de paja que ocultaba su rostro entre las sombras. Tal vez era un ronin1, o quizás un asesino.

—¿Quién eres? —preguntó Ichiro con decisión.

Sin mediar palabra el misterioso guerrero desenvainó su katana2 y se puso en guardia. Ichiro echó mano de su espada, pero no desenfundó, aguardando la reacción de su enemigo. Los dos adversarios se estudiaron detenidamente, tan solo unos segundos que parecieron interminables. El guerrero de negro alzó su arma y se lanzó con un fuerte grito, Ichiro esperó hasta tenerlo a la distancia exacta y desenvainó rápidamente describiendo un arco perfecto con el filo. La escena pareció detenerse en el tiempo, pero realmente había transcurrido en un instante.

El hombre misterioso cayó al suelo empapado en un charco de sangre y permaneció allí, sin moverse. Ichiro limpió la espada con una fuerte sacudida y envainó. Dirigió una última mirada de reojo al cuerpo, se había esfumado por completo. Asintió un par de veces y prosiguió su camino.

El sol fue ocultándose perezosamente tras el horizonte, y los últimos rayos se reflejaban en aquel enigmático río convirtiéndolo en una serpiente dorada que reptase entre la maleza circundante. La noche llegaría pronto, así que, tras varias horas de caminata, se detuvo junto a unos sauces para tomar un pequeño descanso, dispuesto a continuar el viaje a la mañana siguiente con fuerzas renovadas.

El río continuaba su incansable fluir, cada vez era más caudaloso y amplio, pero no perdía su ritmo pausado y tranquilo. Ichiro llegó a las colinas que había divisado desde más arriba de la montaña el día anteríor. Cerca de la orilla pudo divisar, no muy lejos de su posición, un pequeño campamento. Quizá fueran soldados, o campesinos huyendo de la guerra. Al parecer, las cosas en la capital habían empeorado mucho. El descontento de algunos señores feudales había provocado revueltas de cierta gravedad al sur del país, y se extendían con rapidez. Las causas eran siempre las mismas: hambrunas, antiguas ofensas no saldadas o ansia de poder. No eran pocos los que demandaban una reunión de los grandes señoríos para buscar una solución, pero la situación política no era fácil, y menos cuando el recién proclamado Emperador, el joven Jin Toshida, poseía un espíritu y temperamento belicosos, lo que había dado al traste con cualquier posibilidad de negociación, de resolver el conflicto sin recurrir a la violencia.

Hacía no tanto tiempo él había sido uno más de esa élite guerrera. Como joven señor poseyó tierras, soldados, sirvientes y concubinas, pero ya no. Renunció a todo aquello voluntariamente, a todo lo que le apartaba de la vía, de la senda de la espada. De no ser así, ahora estaría enfrascado en una guerra absurda de la que pronto nadie recordaría por qué se inició.

Se acercó al claro donde se encontraba el campamento. No eran soldados, sino civiles, posiblemente un poblado nómada que se trasladaba hacia el interíor buscando refugio. Tal vez podrían darle algo de comer, las reservas que llevaba se le habían terminado y empezaba a tener hambre.

La llegada de Ichiro levantó un gran revuelo y no pocas sospechas en el improvisado poblado. La mayoría tenían miedo y pensaban que había llegado desde la capital buscando refugiados o traidores, o que era un bandido en busca de dinero fácil. Un grupo de campesinos armados con palos y hoces salieron a su paso, Ichiro se detuvo frente a ellos.

—No quiero haceros daño, simplemente soy un viajero que sigue el río —dijo humildemente.

El grupo de hombres relajó un poco su actitud, pero aun así no bajaron sus toscas armas. Seguían sin fiarse.

—¿Qué se te ofrece entonces, viajero? —preguntó uno de ellos. A Ichiro no le pasó por alto la forma jocosa en que aquel tosco hombre había pronunciado la palabra “viajero”.

Parecía el jefe del campamento, o al menos ejercía como tal. Era un poco más viejo que los demás, y también más fornido. Posiblemente lo eligieron como líder provisional.

—Comprendo que no confiéis en mi. Tenéis que saber que solo busco un poco de comida y cobijo para poder continuar mi viaje.

—Lárgate de aquí, asesino —gritó el hombre, casi fuera de si al ver la katana entre los pliegues de su fajín—. No tenemos nada para los de tu calaña.

—No creo haber echo nada para ganarme tu enemistad.

—Todos sois iguales —bufó—. Los guerreros pensáis que el mundo os pertenece, creéis que os guiáis por el honor y la justicia, pero no hay honor en matar a otros, ni justicia alguna en vuestros actos más allá de vuestra propia complacencia. —El encendido discurso se calmó un poco, y casi en un susurro añadió—. En realidad lo único que sabéis hacer es matar, segar vidas.

Atraído por el revuelo, un anciano de rostro arrugado y espalda encorvada, se acercó renqueando.

—¿Qué ocurre, Mondo? ¿Es esta la forma en qué tratamos a los viajeros? —inquirió el viejo con voz cascada.

—No es ningún trotamundos, es un matón. Huele a sangre —replicó el hombretón.

—Basta. Es una descortesía juzgar sin conocer, aunque vivamos al raso aún no somos animales, Mondo —le reprendió el anciano al tiempo que este se marchaba mascuyando entre dientes—. Perdona su rudeza —ahora se dirigía a Ichiro—, Mondo no es mal tipo, pero posee los modales de una cabra. Mi nombre es Senzo—se presentó finalmente el anciano—. Tenemos poco que ofrecerte, pues apenas tenemos para nosotros, pero mientras permanezcas aquí y sigas nuestras normas eres bienvenido.

El joven guerrero le dedicó una profunda reverencia y agradeció la generosidad del anciano.

El campamento era una agrupación de casas temporales, edificaciones rudimentarias que no echarían de menos cuando las abandonaran. En ellas habitaban familias enteras y a veces una misma casa era compartida por varias generaciones. El alimento básico, y a decir verdad el único, era arroz. Tenían algunos animales, un par de gallinas y algún cerdo, no muy bien alimentados y encerrados en un redil. Al menos junto al río no tendrían falta de agua. Sin duda se trataba de campesinos huidos.

Según le contó el anciano, tenían pensado cruzar el río y continuar hacia el interior en busca de cobijo, pero aunque lograran su propósito lo que les esperaba al otro lado no era ni mucho menos un camino fácil. Si sorteaban las crecientes bandas de ronin y bandidos, deberían continuar con una difícil ascensión hacia las montañas. Sin duda muchas mujeres, niños y ancianos no aguantarían ese viaje tan duro, máxime cuando estaban a las puertas del invierno.

Pese a la insistencia de Senzo por alojarlo bajo un techo, Ichiro se había negado y decidió acomodarse junto a una de las casas, bajo el techado que sobresalía. Y allí pasó, sumido en sus pensamientos, varíos días. Aquella mañana los aldeanos parecían ocupados, cada uno en sus tareas. Los hombres comenzaban los preparativos para cruzar el río, no tardarían mucho en levantar el campamento y seguir su rumbo. Mondo, el corpulento líder de los campesinos, se acercó acompañado del brazo por el anciano, Ichiro se puso en pie.

—Senzo desea hablar contigo —anunció Mondo.

El joven realizó una reverencia y prestó atención. El anciano hablaba con dificultad y muy pausadamente.

—Necesito pedirle un favor. Se habrá dado cuenta que entre nosotros no hay ningún guerrero y pronto nos enfrentaremos a un camino peligroso. Precisamos de una espada hábil como la vuestra que nos ayude a cruzar el río y llegar a las montañas. —Ichiro meditó la propuesta durante unos instantes—. Por supuesto recibiría un pago por sus servicios. No tenemos mucho, pero comida y cobijo no le faltará y aún conservamos algo de dinero que podría servir como recompensa —añadió Senzo.

—Me temo que debo rechazar su oferta, pero no me mal interprete, no es por cuestiones económicas. Debo realizar un importante viaje, y esa es mi única príoridad —dijo con gran pesar—. Les agradezco que me hayan acogido por un tiempo, pero no puedo ayudarles.

Debía seguir su destino, alcanzar la perfección, y lo lograría. El anciano asumió la respuesta y no insistió más. Por su parte, Mondo pareció molesto, pero pronto pasó a un estado de desanimo, después de todo cada uno era libre de elegir su camino y no podía obligarle a viajar con ellos.

Los días pasaron rápidamente y los aldeanos parecían confiar más en el joven guerrero, los niños asistían curiosos a su entrenamiento diario, les encantaba ver las habilidades que Ichiro demostraba con la katana. También se dedicaba a pescar en el río y ayudaba a los campesinos en muchas de las tareas, era lo menos que podía hacer. Poco a poco entablaba amistad con la gente del pueblo, aunque sabía que aquello no duraría mucho, todos lo sabían.

Sayuri recogió en un cesto la ropa recién lavada y comenzó a repartirla como pudo en un tendedero cercano al río. Ichiro se acercó y ayudó a la muchacha, esta le dedicó una sonrisa. Desde que conoció a la joven un tiempo después de su llegada al campamento, había pasado largo tiempo junto a ella, se sentía a gusto en su compañía, casi en paz. Tenía veinte años, y ya de pequeña se quedó huérfana. Su padre fue un maestro de esgrima que regentaba una importante escuela, pero tras su muerte las deudas se acumularon y Sayuri tuvo que vender el dojo, trasladándose más tarde a un pueblo cercano a la capital. Pese a todas las penurias que había pasado, su corazón estaba lleno de bondad y energía.

—Te iras pronto, ¿verdad? —dijo Sayuri, sin rodeos. Ichiro permaneció en silencio—. Nosotros también continuaremos nuestro camino. Sé que no cambiarás de opinión, pero me gustaría que vinieras conmigo.

—Lo siento, he de alcanzar la perfección, y la única forma de conseguirlo es luchando, tan solo en un combate real en el que tu vida está en peligro puede enseñarte que camino debes seguir.

Sayuri se encaró hacia él. No entendía las motivaciones del muchacho. Su padre siempre decía que la espada había sido forjada para proteger, que debía servir a los demás, ponerse a las órdenes de los necesitados. Pero el joven Ichiro parecía no compartir o entender aquella visión.

—¿Es tu única meta? ¿Es ese el final de tu destino? ¿Y después qué pasara? Temo que te ocurra algo —La preocupación en su voz era palpable—. Quiero que te quedes aquí, a mi lado. No necesitas alcanzar esa perfección poniendo en peligro tu vida, derramando sangre.

—Nunca entenderás por qué necesito alcanzar ese sueño —zanjó finalmente.

—Haz lo que desees no me interpondré en tu destino, si es lo que deseas. —Sayuri dio media vuelta y desapareció de su vista.

La noche llegó una vez más, rodeando con sus brazos el cielo. Ichiro preparó su exiguo equipaje, un fardo con algo de comida para su viaje. El rumor del río acariciaba sus oídos en la oscuridad de la noche, estaba reclamando su presencia, le ordenaba continuar con el viaje. Su descanso había terminado y la rueda del destino había girado una vez más. Retomó su camino junto al incansable fluir de la vida y avanzó acompañado por el reflejo de la luna en las aguas.

Llevaba toda la noche caminando y el río parecía no tener fin. Las luces del campamento eran ya un vago recuerdo. Pronto llegó a un bosque de cerezos que se extendía a lo largo de cada orilla, parecía como si el río penetrase en una cueva rosada. Los rayos de la luna se filtraban a través de las frondosas copas de los árboles, creando infinidad de haces de luz plateada. Las hojas rosas de los cerezos caían balanceadas por el viento, como espectaculares copos de nieve, y decoraban el cauce con miles de pequeños puntos de color que danzaban en espiral mientras se precipitaban corriente abajo. Aquel lugar parecía el fruto de un sueño.

Anduvo envuelto por aquel mágico paisaje. De repente escuchó algo no muy lejos de donde se encontraba, tan solo fue una pequeña vibración, apenas perceptible, pero le bastó para saber que no estaba solo en aquel lugar. Se concentró intentando descubrir la posición de su acompañante, todo parecía en calma, pero todavía notaba la presencia de alguien. Entonces escuchó un zumbido a su espalda y casi de inmediato otro igual al primero. Ichiro se agachó rápidamente y rodó por el suelo desenvainando la espada, escuchó dos fuertes chasquidos y se giró. El zumbido lo habían provocado dos pequeños cuchillos que se habían clavado profundamente en la corteza del árbol que tenía tras de sí, justo a la altura del lugar que instantes antes ocupaba su cabeza.

<<Un lanzamiento impresionante>>, pensó por un segundo, pero ahora debía encontrar a su enemigo antes de que volviera a hacerle una demostración de su puntería.

No sería tarea fácil encontrar el escondite de su agresor, pues parecía utilizar los árboles, tal vez si le hacía creer que huía sería más sencillo hacerle abandonar su posición. Ichiro decidió seguir esta estrategia y, espada en mano, echó a correr río abajo. De nuevo escuchó el zumbido y dos nuevos cuchillos impactaron en el suelo cerca de sus pies, pero ahora había divisado a su enemigo: una sombra que saltaba de árbol en árbol con una facilidad pasmosa. Era difícil huir y esquivar los continuos ataques de aquella sombra en mitad de la noche, tenía que bajarlo o no aguantaría mucho más. Un cuchillo le rozó la pierna e Ichiro trastabilló, rodó por el suelo y quedó apoyado de espaldas en un árbol. Observó como una brillante luz plateada se dirigía hacia sus ojos, un potente fulgor. Rápidamente y sin moverse del sitio giró el cuello hacia un lado y un nuevo cuchillo impactó en el árbol a unos milímetros de su cabeza. Esta era su única oportunidad, era ahora o nunca. Arrancó el cuchillo con determinación y levantándose de un salto lo lanzó hacia las copas de los árboles, la sombra bajó de las alturas y se quedó delante de Ichiro.

Iba vestido con distintas tonalidades de grises y llevaba la cara tapada por completo, tan solo los ojos quedaban al descubierto, unos ojos fríos que no mostraban sentimiento alguno. Se estremeció al mirar en ellos. Sin duda era un asesino de las sombras.

Ichiro levantó poco a poco su espada, su adversarío desenvainó la suya, que hasta entonces había permanecido oculta en una vaina que colgaba a su espalda. Ambos se lanzaron, sin dudar, al combate. Las espadas se convirtieron en centellas, saltaban chispas a cada impacto del acero, iluminando la oscuridad como relámpagos. La katana de Ichiro cortó la noche como una estrella fugaz e impactó en el torso del asesino, la sangre salpicó el río y esta se diluyó rápidamente en su corriente. Abatido, su enemigo cayó al suelo con la cara al descubierto. Ichiro jadeaba de cansancio, se apoyó en su espada y miró el cadáver. Su rostro no expresaba miedo, tristeza desesperación o dolor, solo la nada más absoluta. Aquello le asusto.

Continuó vagando hasta salir del bosque, no podía olvidar aquella expresión en el rostro del asesino. Tras horas de travesía y ya con el sol en el horizonte cayó rendido de cansancio a la orilla del río. Al despertar no supo decir con precisión en que momento del día se encontraba exactamente, o si había pasado más de un día inconsciente. Estaba completamente desorientado, pero su tenacidad por proseguir y llegar al final no desapareció. Debía mostrarse que era el mejor y el más hábil, eso era lo único que buscaba.

El día fue tornándose gris, y oscuras nubes de tormenta se arremolinaban sobre su cabeza. Ya estaba cerca del final, lo presentía. Un enorme valle se abrió ante él, cubierto por un mar de hierba verde y alta que casi le llegaba a las rodillas y que se agitaba con furia al paso del fuerte viento. En medio de aquel lugar esperaba un hombre, su imponente figura no se perturbaba en medio del poderoso vendaval, ni siquiera un huracán podría quebrantar su aplomo. Ichiro se aproximó a él. Vestía un kimono totalmente blanco y tenía el pelo oscuro y largo, casi hasta la cintura. Su rostro poseía una expresión de serenidad absoluta y de paz. Aquel hombre parecía la perfección de espíritu personificada.

—Te estaba esperando —dijo el imponente guerrero.

Ichiro alzó las cejas, sorprendido.

—Entonces debo saber el nombre de quien aguarda mi llegada —contestó con gran respeto.

—Utsusemi. —Tras una pausa continuó—. Tu camino está llegando a su fin, pronto sabrás que debes hacer con tu destino.

—Mi destino ya está decidido y eso nada podrá cambiarlo —aseguró Ichiro lleno de confianza.

—El destino es algo frágil —repuso Utsusemi mirando hacia el río—. Y una simple decisión puede cambiarlo para siempre.

—Ya he tomado la mía —Ichiro empuñó su espada.

—Solo uno mismo es libre de elegir que camino tomar, aunque este a veces sea equivocado, pero eso es algo que debes descubrir —concluyó el guerrero de blanco desenvainando su arma.

Las primeras gotas empezaban a caer sobre el valle, pronto la lluvia se convirtió en una densa cortina de agua. Las gotas resbalaban por las mejillas de ambos guerreros, eran frías. Un potente trueno rompió la quietud.

Esta vez fue Ichiro el primero en atacar, sus golpes eran muy rápidos, el filo se había convertido tan solo en una fugaz línea bajo la lluvia, pero Utsusemi los esquivaba con facilidad. Cada golpe era mortal, pero ninguno de los dos lograba impactar en su objetivo, la rapidez de sus movimientos era tal que los hacia casi imperceptibles. La corriente del río era ahora furíosa y debido a la fuerte lluvia sus aguas se arremolinaban y saltaban, intentando desbordarse, como si ellas también lucharan contra una fuerza invisible. Ambos parecían dominados por una furia descontrolada, pero realmente la serenidad y el control les rodeaba, median cada paso, calculaban cada golpe. Tras varias acometidas ambos quedaron separados. Se miraron fijamente a los ojos, la lluvia era cada vez más fuerte. Cruzaron sables, presionando un acero contra el otro, una titánica y sutil lucha por dominar el centro. El cielo volvió a rugir con violencia y los gritos de los dos hombres se mezclaron con la tormenta en una ultima acometida. Ichiro lanzó una potente estocada al pecho de Utsusemi y este intentó golpearle en la cabeza. La espada de Ichiro penetró profundamente entre sus costillas y Utsusemi cayó de rodillas junto a él. La sangre manaba a borbotones de la herida.

Con dificultad, el joven se enderezó y observó la expresión de Utsusemi. Era idéntica a aquella que había visto en el rostro del asesino, era la máscara del olvido. Volvió a sentir un terrible escalofrío, como si unas garras de hielo le aferraran con fuerza. Una voz resonaba en su cabeza : <<Encuentra tu destino.>>

Ichiro corrió río abajo al tiempo que la lluvia cesaba. Iba empapado y tenía frío, pero no se detuvo. Cada vez estaba más cerca del fin. El olor a salitre que viajaba en la brisa le indicaba que pronto llegaría a la costa. Tras cruzar una pinada llegó a la playa.

Una gran bahía se abrió ante él, finalmente había llegado a la desembocadura del río, pero no había nada allí, tan solo el océano en un estado de calma total. Ichiro avanzó hacia el agua, la arena estaba caliente y el sol se ocultaba tras el mar muy lentamente. Las suaves olas bañaron sus pies, en contraste con la arena el agua estaba muy fría. Miró su propio reflejo, allí no había nada, solo él. Echó una última mirada a su alrededor, esperando encontrar algo. No lejos de allí un hombre muy anciano permanecía sentado en un roca cerca de la orilla. Tenía una barba blanquecina y no iba armado, por sus ropas parecía un viejo pescador. Ichiro se acercó a él.

—¿Quién sois anciano? —preguntó con voz muy cansado.

—Mi nombre no importa joven guerrero, pero si la historia que debo contarte —respondió el viejo. Ichiro sintió que debía escuchar las palabras de aquel hombre—. Hace un tiempo yo también era un gran luchador, como tú lo eres ahora, buscaba un sueño, un sueño que resulto ser imposible pero que hasta el final de mi vida no fui capaz de ver. Estaba tan obsesionado con alcanzarlo que pronto se convirtió en una enfermedad. Lo perdí todo, dejé pasar muchas oportunidades y al final mi vida dejó de tener sentido, tan solo vivía por ese malsano sueño. Con el tiempo lo entendí, aunque ya era demasiado tarde y así desperdicié no solo mi juventud, sino la vida de muchos otros.

Ichiro no pudo sino sentirse reflejado en las palabras de aquel anciano. ¿Era entonces la perfección un sueño imposible y todo aquel camino en vano?

—Temo haber cometido ese error —dijo lleno de tristeza.

—Solo la muerte no tiene remedio, eres joven y aún puedes hacer algo antes de que sea demasiado tarde. La perfección solo se alcanza cometiendo errores, y siendo consciente de ellos —dijo el anciano con un risilla—. En tu mano está alcanzar el verdadero sentido de tu vida.

El joven Ichiro recobró las fuerzas perdidas. El destino y la vida le habían otorgado una nueva oportunidad, y esta vez sabía que debía hacer. Miró a la lejanía y puso rumbo hacia las montañas. El anciano se quedó a solas, avanzó lentamente hacia el océano y desapareció en la bruma del ocaso, una voz se escuchó perdiéndose entre las olas y la corriente del río:

—Si me preguntas mi nombre, te diré que es Ichiro.

1. Guerrero sin amo que vaga de un lugar a otro sin rumbo fijo, ganándose la vida como guardaespaldas, asesino o mercenario.

2. Sable curvo de un solo filo utilizado por los guerreros haegís.